Mié. May 1st, 2024

En el diccionario de la Real Academia Española, se describe el silencio como abstención de hablar, falta de ruido u omisión de un dato. Es una definición descriptiva que no satisface del todo. El silencio tiene algo misterioso, el silencio es mucho más que ausencia de palabras o de ruidos, aunque también lo es; es una experiencia humana difícil de conceptualizar, es una experiencia existencial profunda y rica.

 

Nos dice el libro del Eclesiastés que hay “un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Ecl 3,7). El que sabe manejar estos tiempos es un hombre sabio y prudente: sabe cuándo hablar y cuándo debe callar. La misma comunicación sólo es posible si se manejan bien estos dos “tiempos”. El silencio pierde su valor sin la palabra y la palabra tiende a ser vacía si no es precedida por el silencio.

 

A veces se habla tanto que da la impresión de que se quiere llenar todo con la palabra; una especie de horror vacui. Hay muchas palabras que sobran o que son simple charlatanería. ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo de afirmar con George Eliot, “bendito el hombre que, no teniendo nada que decir, se abstiene de demostrártelo con sus palabras”? ¡Y cómo no recordar a Cristo que nos decía: “os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio” (cf. Mt 12, 36).

 

No es la cantidad de palabras lo que mejora la comunicación sino la palabra precisa, pensada y bien articulada. Y para lograr que sea así es necesario saber guardar silencio. Además, no se puede decir que hay diálogo si sólo habla uno de los interlocutores. Hay momentos en los que hay que guardar silencio para escuchar y entender el pensamiento de quien me habla. Una vez hecho eso, puedes responder, argüir, proponer, mostrar tu acuerdo o desacuerdo con lo que te han dicho.

 

En el silencio se descubre con más claridad la propia verdad. Es un silencio que no consiste en la simple ausencia de ruido, sino es aquel “que se produce cuando las cosas que están a nuestro alrededor no nos impiden ir hasta nuestro yo profundo”. Es ahí cuando de algún mudo se descubre la propia desnudez, es decir, uno se pone ante sí mismo sin sentir vergüenza y sin capas que ocultan lo que verdaderamente es. Y esto permite tomar decisiones profundas y estables. En otras palabras, tomar las riendas de la propia vida y por lo tanto vivirse

 

El silencio como acto humano

 

Hay un texto antológico de Ortega y Gasset que con una imagen ilustra que la posibilidad de meditar -lo que requiere silencio- es un “atributo esencial del hombre” que lo diferencia de los animales.

 

Observando el comportamiento de los monos de un zoológico, el filósofo español evidencia que éstos siempre están alerta y atentos a los estímulos externos. Son “los objetos y acaecimientos del contorno quienes gobiernan la vida del animal, le traen y le llevan como una marioneta. Él no rige su existencia, no vive desde sí mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él”.

 

Esto es algo muy propio del comportamiento animal. Sin embargo, el hombre es diverso porque “puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical -incomprensible zoológicamente-, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas…”(2).

 

Si seguimos este razonamiento, nos damos cuenta de que la capacidad de ensimismarse, manifestación de la dimensión espiritual, es algo propiamente humano. No actuar esta capacidad es, de algún modo, quitar algo importante a la condición humana.

 

Si esto es así, debería considerarse con preocupación la incapacidad, tan extendida en nuestro mundo, de “hacer silencio”. Hace ya una década el Papa Benedicto XVI reflexionaba sobre este tema con los monjes de la Cartuja de San Bruno. Ponía en evidencia que el progreso ha traído al mundo muchos beneficios. Al mismo tiempo ha hecho que las ciudades y las vidas sean más ruidosas hasta el punto de que “algunas personas ya no son capaces de permanecer por mucho tiempo en silencio y en soledad”.

 

En muchos lugares se habla de contaminación acústica, entendida como ruido excesivo y molesto que produce efectos negativos sobre la salud física y mental de las personas. No parece una exageración, pues no es fácil encontrar parajes silenciosos; en todas partes están los ecos de los gritos, de las industrias, de los aparatos de sonido, de los medios de transporte, … Cuando tenemos el teléfono móvil en la mano, ¿no solemos sentir la imperiosa necesidad de llamar a alguien, de escuchar música, de ver un video después de otro? Cuando estás mucho tiempo en silencio, tienes la sensación de que has perdido el control, como si algo fuera a pasar…

 

Y es que si estoy habituado a vivir en el ruido, el silencio aparece ante el ánimo como “lo desconocido”; se percibe como el paso a la misma muerte por la que el hombre entra en “el valle del silencio”, según la Escritura. Pero eso no quiere decir que no sea necesario, incluso para la comunicación o la música. El silencio debe formar parte del ritmo de una vida auténticamente humana.

 

Silencio y comunicación

 

Nos dice el libro del Eclesiastés que hay “un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Ecl 3,7). El que sabe manejar estos tiempos es un hombre sabio y prudente: sabe cuándo hablar y cuándo debe callar. La misma comunicación sólo es posible si se manejan bien estos dos “tiempos”. El silencio pierde su valor sin la palabra y la palabra tiende a ser vacía si no es precedida por el silencio.

 

A veces se habla tanto que da la impresión de que se quiere llenar todo con la palabra; una especie de horror vacui. Hay muchas palabras que sobran o que son simple charlatanería. ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo de afirmar con George Eliot, “bendito el hombre que, no teniendo nada que decir, se abstiene de demostrárnoslo con sus palabras»? ¡Y cómo no recordar a Cristo que nos decía: “os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio” (cf. Mt 12, 36)!

 

No es la cantidad de palabras lo que mejora la comunicación sino la palabra precisa, pensada y bien articulada. Y para lograr que sea así es necesario saber guardar silencio.

 

Además, no se puede decir que hay diálogo si sólo habla uno de los interlocutores. Hay momentos en los que hay que guardar silencio para escuchar y entender el pensamiento de quien me habla. Una vez hecho eso, puedes responder, argüir, proponer, mostrar tu acuerdo o desacuerdo con lo que te han dicho.

 

Silencio para “vivirse

 

Algo tendrá el silencio cuando un compatriota mío, premio nobel de literatura, dirá los siguientes versos en una poesía titulada precisamente Pido silencio:“Ahora me dejen tranquilo. /Ahora se acostumbren sin mí./ Yo voy a cerrar los ojos…/ Amigos, eso es cuanto quiero./ Es casi nada y casi todo./Ahora si quieren se vayan…/ Pero porque pido silencio / no crean que voy a morirme:/ me pasa todo lo contrario:/ sucede que voy a vivirme”.

 

Soy consciente de estar extrapolando los versos. Sin embargo, siempre me han llamado poderosamente la atención los últimos cuatro: Pero porque pido silencio / no crean que voy a morirme: / me pasa todo lo contrario:/ sucede que voy a vivirme”. Y el que más, el último: sucede que voy a vivirme.

 

De algún modo el poeta nos está diciendo que para vivirse y no ser vivido es necesario guardar silencio. El hombre que es capaz de “hacer silencio” llega a conocerse mejor (cualidades y defectos, reacciones y emociones, esperanzas y temores, etc.), condición indispensable para ser dueño de uno mismo y para crecer. Sabe con más claridad lo que quiere y adónde va; se vive y no es vivido.  El santo y el sabio se fraguan en el silencio.

 

En el silencio se descubre con más claridad la propia verdad. Es un silencio que no consiste en la simple ausencia de ruido, sino es aquel “que se produce cuando las cosas que están a nuestro alrededor no nos impiden ir hasta nuestro yo profundo”(3).

 

Es ahí cuando de algún mudo se descubres la propia desnudez, es decir, uno se pone ante sí mismo sin sentir vergüenza y sin capas que oculten lo que verdaderamente es. Y esto permite tomar decisiones profundas y estables. En otras palabras, tomar las riendas de la propia vida y por lo tanto vivirse.

 

Silencio para la oración

 

Y si para todo hombre el silencio es necesario, para el cristiano tiene un nuevo sentido más completo y trascendente. Es una condición para encontrarse con Dios en la oración. Jesús mismo nos lo dice en el Evangelio: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,6).

La oración, decía santa Teresa de Jesús es “tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”(4). El ecosistema privilegiado para este trato es el silencio. Por eso, aunque se puede orar en cualquier lugar, es de especial ayuda el hacerlo en un sitio silencioso: una iglesia, una capilla o la propia habitación, un sitio alejado. En este sentido, se pueden leer las palabras del Kempis: “En tu propia habitación encontrarás lo que pierdes muchas veces al salir. El retiro frecuentado se hace agradable y el poco usado causa fastidio. Si al comienzo de tu conversión a Dios lo cultivas y defiendes con el tiempo será para ti querido amigo y gratísima experiencia”(5).

 

Y si Dios es “intimior intimo meo”, según la conocida expresión de san Agustín, sólo puedes llegar ahí haciendo silencio. En el silencio del corazón, nos encontrarnos a nosotros mismos y encontramos a Dios con menos interferencias e interrupciones.

 

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1 San Agustín, Las Confesiones, XI, 14.

2 J. O. y Gasset, El Hombre y la Gente, Grupo Anaya Comercial 1980.

3 A. Navarro N., El silencio es vacío y plenitud, Albino Navarro N., Guadalajara, México 2008, 30.

4 Santa Teresa de Jesús, El libro de la Vida, 8,5

5 Thomas à Kempis - A. Magaña Méndez, Imitación de Cristo, Paulinas, México 1996, I,20.

Fuente: Catholic.net

Redacción: Natalia Monroy