Vie. Abr 19th, 2024

Si Dios conocía la consecuencia del pecado original, ¿porque permitió que Adán y Eva fueran engañados por la serpiente? Solemos preguntarnos ¿por qué Dios permite tanto sufrimiento?

¿Por qué Dios nos creó un mundo distinto, si sabía que habría tanto sufrimiento en el que vivimos? O incluso, muchos dudan de su existencia, puesto que no pueden concebir un mundo con tanto dolor y sufrimiento, si el Dios que predicamos es bueno y nos ama.

Sin embargo, la pregunta que nos plantea este artículo no suele ser una pregunta que comúnmente nos hacemos. Creo yo que, fundamentalmente, porque asume con transparencia y sin tapujos la culpa original. En otras palabras, que todo el mal que sufrimos es culpa del hombre y no tiene nada que ver con Dios.

En el numeral 412, el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice, en la boca de dos grandes santos y con palabras de San Pablo, lo siguiente: «La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio» (San León Magno).

Y «Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después del pecado. Dios, en efecto permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien» (Santo Tomás).

Finalmente, san Pablo, en Romanos 5, 20 menciona: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Y en la bendición del Cirio Pascual: «¡Oh feliz culpa de Adán, que mereció tal y tan grande Redentor!» (Santo Tomás).

La prueba de la libertad

El hombre no podría ser amigo y amar a Dios, si no hubiese sido creado con libertad. Pero el recto orden en el Paraíso, para que prevaleciera la armonía, tenía como condición la libre sumisión del hombre a Dios.

Una sumisión que no lo hacía menos, sino sencillamente, consciente de su condición de criatura. No nos olvidemos que la libertad tiene como condición fundamental la verdad y la búsqueda de la bondad.

Me pregunto, ¿por qué nos cuesta tanto reconocer que somos criaturas y que no podemos ser más que Dios? Creo que ahí está el «bichito» de la tentación original.

El comienzo del pecado original fue la desconfianza sembrada por el diablo, del hombre hacia su Creador (cf. Génesis 3, 1-11). Fruto de la desconfianza, el hombre desobedeció al mandamiento de Dios, que era no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, «porque ese día, moriríamos sin remedio» (Génesis 2, 17).

En esto consistió el pecado del hombre (Romanos 5, 19). Todos nuestros pecados, así como el original, son fruto de una desconfianza hacia Dios, y la consecuente desobediencia. Ya no confiamos en su amor, y por lo tanto, nos regimos por nuestros deseos, pues creemos —engañados— que Dios no quiero lo mejor para nosotros.

Queremos «ser como dioses» sin Dios, antes que Dios y separados de Dios

Ahí está el «aguijón» del engaño de Satanás. Dios nos hizo a su imagen divina, pero en la condición de criaturas. En realidad, somos de condición divina, pero en su gloria, no separados de Él.

De esta manera, podemos notar cómo Dios no es de ninguna manera la causa del mal o del pecado. Lo permite — misteriosamente— teniendo, no obstante, dos presupuestos: el respeto por nuestra libertad y la capacidad de sacar siempre un mayor bien.

«Del mayor mal que haya sido cometido, el rechazo y muerte de Jesucristo, nos vino la glorificación y Redención» (C.E.C. 311, 312).

Consecuencias para nuestra vida espiritual

 

Como una secuela de ese pecado original el hombre tiene una inclinación hacia el pecado. Estamos heridos en nuestra naturaleza, pero no totalmente corrompidos. Sometidos a la ignorancia, al sufrimiento e incluso al imperio de la muerte.

Sin embargo, gracias al bautismo, participamos de la gracia de Cristo, que nos borra la herencia del pecado original y devuelve nuestra vida a Dios. Pero persiste en nuestra vida la inclinación al pecado (concupiscencia) y estamos llamados a un combate espiritual para elegir el camino de Dios.

En ese camino luchamos contra nuestra tendencia pecaminosa, fruto de la naturaleza desordenada, con el fin de asemejarnos cada día más a Cristo.

Amor y deber

Quiero recordar dos pasajes en los que podemos apreciar este «binomio» claramente. La parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32), que señala claramente la diferencia de actitud entre los dos hijos.

El menor, que después de malgastar toda su herencia, regresa a la casa del Padre, habiendo olvidado su condición de hijo, y por lo tanto, el amor que le tenía. Y el hermano mayor, que no puede comprender la razón por la que el Padre misericordioso celebra una fiesta por el hermano que había sido un libertino.

Ante cuya reacción, dice el Padre que siempre todo lo suyo había sido también de Él. En ambos hermanos vemos la equivocada vivencia del binomio. Un cumplimiento del deber por el deber, sin la conciencia de ese amor paterno (el hermano mayor), así como un libertinaje, que nace de una equivocada comprensión de lo que conocemos como la «libertad de los hijos de Dios», fruto del amor del Padre.

El segundo pasaje que saco a colación y muestra la adecuada vivencia del «binomio» —por decirlo de alguna manera— son las palabras de Jesucristo en la última Cena (Lucas 22, 7-20): «Si me amáis a mí, cumplan mis mandamientos» (Juan 14, 15-31).

En otras palabras, el verdadero amor a Dios debe conducirnos al cumplimiento de las normas morales. Regirnos por los Mandamientos, por supuesto. Sin embargo, dejando claro que la perspectiva para acercarnos a Dios debe ser siempre la del amor. El amor tiene la prevalencia, y se refleja en el sentido del deber, si es que está realmente interiorizado por nosotros.

Libertad y gracia

El Señor nos pide que nos esforcemos para vivir la santidad, cargando nuestra cruz a cuestas para ser sus discípulos. Sin embargo, todo nuestro esfuerzo es inútil, si no va nutrido de la gracia de Dios.

Es imposible ser otro Cristo y vivir en esta vida marcada por nuestra fragilidad pecaminosa, si no estamos fortalecidos y estimulados por la gracia.

Es necesaria nuestra cooperación libre con la gracia de Dios. Es más, la posibilidad de llegar al cielo no es fruto de los posibles méritos de nuestras buenas acciones, sino del amor misericordioso de Dios y la adhesión amorosa a Jesucristo nuestro Señor. Nuestro obrar es la manifestación de que efectivamente, amamos a Cristo y por eso queremos ser obedientes.

Finalmente, pongámonos en las manos de nuestra Madre Santísima, quien supo decirle siempre fiat a la acción de Dios en su vida. Nunca desconfió del amor de Dios, aunque tantas veces la realidad se mostraba totalmente adversa.

Como Ella, no nos dejemos confundir y pidamos —como lo hacemos siempre en la oración del Padre Nuestro— «no caer en la tentación» para mantener nuestra fidelidad y obediencia a Dios cada día más intacta.

Fuente: catholic-link