Mar. Mar 19th, 2024

Cuando hablamos de tener una mirada humilde de nosotros mismos, no es fácil encontrar un equilibrio entre el reconocimiento de nuestra condición de pecadores y la forma misericordiosa en que Dios Padre nos ve.

A Él pareciera casi no importarle nuestros pecados. Y nos damos cuenta de ello al recordar la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 1-32), donde el padre sale corriendo a abrazarlo y finalmente, hace una fiesta que llama mucho la atención del hermano mayor.

Que no comprende cómo puede recibirlo de manera tan efusiva, siendo que vivió como un vil pecador. Llegando al punto de arrastrarse, hasta comer la algarroba de los chanchos, que eran animales impuros para los judíos.

En esta reflexión quiero hablarte de la culpa y el arrepentimiento, que son necesarios en nuestra consciencia para entendamos dos cosas: somos frágiles y necesitamos de Dios.

Dios es rico en misericordia

La culpa a causa del pecado: ¿qué se hace con ella?

En el segundo domingo de Pascua, ya es tradición desde el año 2000, que se celebre la Fiesta del Señor de la Divina Misericordia, revelado a Sor Faustina Kowalska.

Fiesta instituida por nuestro querido santo, ya fallecido, el papa Juan Pablo II. Les quiero compartir algunas ideas que escuché en la homilía de un buen amigo sacerdote, precisamente sobre el tema de la misericordia de Dios.

La misericordia es el amor de Dios que brota de sus entrañas. No del corazón, sino —diciéndolo en nuestro idioma vernacular— del intestino. Es decir, más profundamente que del corazón.

Se trata de un amor que sale de lo más profundo, que es permanente y nunca se acaba. Todo el tiempo está generando energía y vida para darnos gracia.

No importa nuestra condición personal, Dios siempre nos perdona. Siempre es fiel a su amor, justamente por eso vino al mundo, para morir en la cruz y redimirnos de nuestros pecados.

Es de su costado —como lo vemos en la imagen de la Divina Misericordia—, de donde brota sangre y agua, que nos purifica de toda nuestra miseria.

El olvido de nuestras culpas

Mi sacerdote amigo hizo referencia a un problema actual, ampliamente difundido, incluso entre nosotros cristianos practicantes: el olvido de la culpa.

La cultura, por lo menos la occidental, nos hizo y hace creer, por todos los medios posibles y por haber, que ya no existe la culpa.

Que somos todos buenas personas porque no matamos, no robamos, no mentimos, etc. Sabemos que no somos perfectos, pero no hay que exagerar.

Aceptamos que tenemos ciertas fallas, fragilidades, que a veces nos equivocamos. Finalmente somos de carne y hueso, e incluso, algunas veces no somos tan coherentes con lo que pensamos o decimos. Pero son «fallas de producto». ¿Qué culpa tenemos?

Hemos olvidado la realidad de nuestra culpa personal. Que no somos tan buenas personas como nos encanta decir. ¡Ojo! No se trata de tener una mirada negativa o trágica, sino de ser realistas.

Hay una pérdida de conciencia de la culpa real de nuestros pecados. Hay una inconsciencia de lo que está bien y lo que está mal. Ahora cada uno tiene su opinión de las cosas, no hay una verdad. Vivimos un profundo relativismo, según el cual cada uno tiene su propia visión de las cosas.

Esto, esconde un problema aún más grave, que —pienso yo— es la causa de fondo de todo esto: queremos hacer lo que nos da la gana, regirnos por nuestros caprichos y gustos personales.

La consciencia, que es esa voz de Dios en nuestro interior que nos permite juzgar por medio de nuestra inteligencia cuando un acto es bueno o malo, ya casi «no existe».

Probablemente, muchos recordarán los programas animados «Pájaro loco» o «Tom y Jerry». El protagonista tenía al costado de su oído derecho a un angel, y al otro un diablito. Nosotros hemos echado al angelito y hemos dejado que el mal descanse cómodamente a nuestro lado.

Creo que muchos nos hemos acostumbrado a diluir nuestra consciencia, y perder poco a poco la noción de la culpa.

Un camino «sin salida»

El problema de todo esto es que, sin el reconocimiento de nuestras culpas, no podemos ser perdonados. Puesto que el perdón, requiere de nuestro arrepentimiento.

Sabemos muy bien, que el sacramento de la confesión —expresión concreta de la divina misericordia— se ha vuelto un acto al que no se le da la importancia que merece.

Muchos nos acercamos a comulgar sin la debida preparación espiritual, pues no tenemos una vida de frecuente confesión.

¿Por qué nos cuesta tanto?, ¿nos da vergüenza? Creo que sí. Pero incluso esa vergüenza, preferimos olvidar. Decimos que podemos confesarnos de frente con Dios, que por supuesto, Él nos entiende y que «no es para tanto».

Infelizmente, todo esto nos lleva a un círculo vicioso, en el que cada vez más nos alejamos de nuestra conciencia personal, de la culpa de nuestros pecados.

Terminamos solos en un callejón sin salida. Uno en el que no quiero mirar mis culpas, ni tampoco entiendo que tengo un Dios rico en misericordia.

En el fondo, seguimos creyendo en un Dios castigador, que está siempre a punto de denunciar nuestros pecados. Nos escondemos, como Adán y Eva, cuando desconfiando del amor de Dios, pecaron y se ocultaron de su Padre.

Nosotros, igual que nuestros primeros padres, nos escondemos porque no llegamos a creer que el Señor no vino para juzgarnos, sino para salvarnos.

La muestra más evidente de ello es lo que presenciamos en la Pascua: ¡Jesús entrega su vida en la cruz por amor a nosotros!

No tengamos miedo

La primera afirmación de Cristo, cada vez que se aparecía a las personas, después de haber resucitado era: «¡No tengáis miedo!» (Mt 10,26-33).

Confiemos, en verdad, que el Señor vino para darnos el perdón de nuestros pecados, y que nadie mejor que Él conoce nuestros corazones.

Sabe que somos frágiles, y precisamente por eso, quiso remediar nuestra condición de pecadores. Es condición indispensable, que reconozcamos con humildad, que somos culpables de nuestros pecados.

Pero que también podemos levantarnos y seguir adelante. No se trata de quedarnos sumergidos en la culpa, abatidos, rendidos o defraudados para siempre.

Sino de reconocer que nos equivocamos, que no somos perfectos, que necesitamos de Dios y que podemos recurrir a Él para superar cualquier reto en la vida.

Fuente: catholic-link